miércoles, 6 de agosto de 2014

La boda del Emperador Carlos V en Sevilla


Sevilla fue el escenario de uno de los acontecimientos más importantes de la biografía personal del
Emperador: su matrimonio con la princesa Isabel de Portugal, que se celebró en el Alcázar el 11 de marzo de 1526. Según el cronista Alonso de Santa Cruz, «por causa de ir a visitar el Reino de Andalucía», determinó Carlos V hacer su casamiento con Isabel de Portugal en la ciudad de Sevilla.
Esta boda con su prima, que con 23 años estaba en condiciones de darle un heredero, permitía conciliar sus necesidades económicas como Habsburgo con los deseos de las Cortes castellanas de 1525. La dote de Isabel era muy atractiva para las maltrechas arcas hispánicas: 900.000 doblas de oro mientras que Carlos otorgaba a su futura esposa en calidad de arras 300.000 doblas. Para ello tuvo que hipotecar las villas jienenses de Ubeda, Baeza y Andújar, signo evidente del deterioro de la economía. Además, continuaba la política de los Reyes Católicos de alianzas matrimoniales con la dinastía Avís portuguesa.
Cuando llegó la dispensa pontificia, el 1 de noviembre de 1525, ya que Isabel y Carlos eran primos carnales como he dicho -Isabel era hija de María, hija de los Reyes Católicos, y Manuel I el Afortunado de Portugal- y tenían que contar con la autorización papal para contraer matrimonio, se celebraron las ceremonias de esponsales por poderes, que hubieron de repetirse el 20 de enero de 1526 por insuficiencia de la dispensa llegada de Roma.
Diez días más tarde, la ya Emperatriz emprendió viaje a Sevilla, pues se había concertado que el encuentro tuviese lugar allí. Una comitiva enviada por Carlos y compuesta por el duque de Calabria, el arzobispo de Toledo y el duque de Béjar, fue a recibir a Isabel a la frontera de Portugal. Entre Elvas y Badajoz tuvo lugar la ceremonia de entrega, el miércoles 7 de febrero. De allí se organizó un complicado y nutrido cortejo que, a través de Almendralejo, Llerena, Guadalcanal, Cazalla, el Pedroso, Cantillana y San Jerónimo, llegó a Sevilla, haciendo su entrada solemne el 3 de marzo. Ortiz de Zúñiga describe así el recibimiento que le hizo la ciudad:

"Salieron pues, los señores del Senado y regimiento de Sevilla a recibir a Su Magestad la Emperatriz, muy rica y lucidamente vestidos, con el señor asistente don Juan de Ribera y el ilustrísimo duque de Arcos, alcalde mayor de Sevilla. Salieron asimismo los muy reverendos señores del cabildo de la iglesia de Sevilla, y los egregios colegiales del insigne colegio de Santa María de Jesús; los caballeros y escribanos públicos, ciudadanos y mercaderes naturales y entrangeros, muy costosos y galanes, a mula y a caballo".

Casi todos los testimonios coinciden en el rico recibimiento que preparó la ciudad de Sevilla; algo más suntuoso el del emperador, aunque el coste del palio de Isabel, de plata, oro, piedras preciosas y perlas, no bajó de 3.000 ducados. Cuenta Fernández de Oviedo que salieron a recibir a la emperatriz todos los oficios, cabalgando porque por las lluvias de aquellos días había mucho lodo. Los dos Cabildos, el eclesiástico y el secular, se apearon en San Lázaro y le besaron la mano en la litera donde venía. En la puerta de Macarena salió Isabel de la litera y subió en una hacanea blanca muy ricamente aderezada. Allí la tomaron debajo de un rico palio de brocado, con las armas imperiales y las suyas bordadas en medio. Iba entre el duque de Calabria y el arzobispo de Toledo.
Entre los elementos estáticos del aparato ceremonial que preparó Sevilla para recibir a Sus Majestades destacan siete arcos triunfales que simbolizaban las virtudes que debe poseer un soberano: Prudencia, Fortaleza, Clemencia, Paz, Justicia, Fe; el último era el dedicado a la Gloria.
En los recibimientos reales del XVI el espacio real desaparece, se redefine. La arquitectura efímera, la música, las campanas, las antorchas, los tapices, los vestidos, las joyas, el pueblo en las calles, todo contribuye a crear un espacio festivo y un tiempo diferente del habitual al interrumpir la vida cotidiana. La vista y el oído tienen gran importancia en la fiesta, pero también el olfato; así, en el séptimo arco que atravesaron Isabel y Carlos, el de la Gloria, a los pies de la Fama, dos grandes braseros exhalaban perfumes.

Las calles se llenaron de gente; Sevilla hizo venir a personas de todas sus villas y poblados para una gran exhibición del fasto. La fiesta cortesana es un todo teatral, por eso la fiesta necesita espectadores que llenen el espacio público y participen con su presencia y sus gritos de exaltación. Se disponía la ciudad a modo de gran teatro urbano con los elementos adecuados: música, calles engalanadas con tapices y antorchas y gente con alhajadas vestiduras.
Iba la emperatriz de raso blanco forrado en rica tela de oro y el raso acuchillado, con una gorra de raso blanco con perlas de gran valor y una pluma blanca; su atuendo constelado de joyas. Por las adornadas calles sevillanas la acompañaban el arzobispo de Toledo, el duque de Calabria, el marqués de Villarreal, el obispo de Palencia, señores de la nobleza como el duque de Béjar y gran número de caballeros y prelados de Castilla y Portugal, reproduciendo la comitiva, en pequeña escala, la sociedad: el rey o la reina, bajo palio, asistidos por principales funcionarios de Estado, la nobleza, la pequeña aristocracia, varios representantes del clero y, del tercer Estado, oficiales públicos y los gremios. Dominando el espacio festivo, los símbolos de la Monarquía.
En las gradas de la Catedral la esperaba solemnemente el capítulo de la Iglesia con todo el clero y cruces de las iglesias de la ciudad. Se había levantado en la Puerta del Perdón un arco muy suntuoso con un cielo en medio en el que ángeles y un coro en figura de las virtudes, cada uno con su insignia, cantaban con suave melodía. Todos recibieron a Isabel primero y a Carlos días más tarde y los acompañaron con cantos al interior de la Catedral. Isabel oró en el altar mayor en un rico sitial; después salió por otra puerta.
El 10 de marzo, con gran retraso respecto a los planes iniciales, hizo su entrada solemne el emperador acompañado, entre grandes hombres, por el cardenal Salviatis, legado del Papa. Iba Carlos vestido con un sayo de terciopelo con tiras de brocado por todas partes y con una vara de olivo en la mano. Lo esperaban representantes de los distintos estamentos, que ofrecían entre todos un espectáculo de intenso colorido: ropas rozagantes de raso carmesí y gorras de terciopelo, con ricas medallas y grandes cadenas de oro, varas con los cabos teñidos, libreas de grana, sayones de terciopelo, capuces y caperuzas amarillas...
El encuentro entre la comitiva real y la de la ciudad tuvo lugar frente al monasterio de San Jerónimo, a unos cinco kilómetros y medio de Sevilla. En la puerta de la Macarena, una vez jurados y confirmados los privilegios de la ciudad y habiéndosele entregado las llaves de ésta, fue recibido bajo otro palio, «bordadas en medio sus armas y por las goteras, que eran de brocado raso, iban bordadas las dos columnas de su devisa, con una corona imperial sobre ellas». Como ya lo había hecho la emperatriz, pasó bajo los siete arcos.
Con gran solemnidad esperaba de nuevo en las gradas de la Catedral el sagrado capítulo con todo el clero y cruces con invenciones.
Y si es cierto que la entrada, profana, de Carlos V se estructuró como la procesión del Corpus, ésta también se concebía como una entrada triunfal. Se apeó en la Puerta del Perdón. Allí, en un rico altar, de rodillas, juró el emperador guardar la inmunidades de la Santa Iglesia. La música entonó el Te Deum y un coro de niños lo fue cantando hasta la Capilla Mayor, donde había otro sitial y almohadas en que se arrodilló el emperador. Dichos en el altar los versos y oración por el arzobispo, lo acompañaron hasta la puerta de la lonja, donde habían pasado el palio y caballo, y entró en el Alcázar.

Tras un primer y breve encuentro volvió el emperador ya engalanado y se desposó con la emperatriz presente en la cuadra de la Media Naranja, el actual Salón de Embajadores. A las doce se aderezó un altar en la cámara de Isabel. Dijo misa y los veló, a pesar de Pasión, el arzobispo de Toledo. Fueron los padrinos el duque de Calabria y la condesa de Odenura y Faro. Acabada la misa, pasó el emperador a su aposento: en tanto estaba «en su cámara, se acostó la emperatriz, é desque fué acostada, pasó el emperador á consumar el matrimonio como católico príncipe».
Los festejos se suspendieron durante la Semana Santa. Desde Pascua comenzaron justas, torneos, cañas y toros. En el XVI, torneos y las justas eran los festejos preferidos por los nobles. Aunque menos interesantes para el público que los medievales, pues apenas conservaban un resto de su antigua aplicación militar, mostraban igualmente las destrezas de los caballeros y seguían considerándose como un entrenamiento para la guerra.
Y el 13 de mayo partieron para Granada Carlos V y la emperatriz consorte Isabel con toda su corte, haciendo su camino por Ecija y Córdoba, donde fueron recibidos con gran solemnidad. Carlos e Isabel hicieron su entrada en Granada el 4 de junio de 1526.

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