lunes, 1 de febrero de 2016

El año del diluvio en Sevilla


 
Muchas familias habían quedado desamparadas y sin casa, y cada día salían, sin rumbo fijo, vecinos de Sevilla a otras partes en busca de un lugar donde pudieran rehacer sus destrozadas vidas y haciendas.


No debieron estar bien tapados los husillos por donde desaguaba la Ciudad, ni bien calafeteadas las puertas de las murallas, cuando a medianoche del mismo sábado, creciendo soberbiamente el río acometió a las murallas y puertas, rompiendo la del Arenal y entrando el agua con gran ímpetu en la Ciudad, y sin dar tiempo a que nadie, o muy poca gente, se pusiera a salvo, anegó desde la puerta de Jerez hasta la de la Macarena.

Más de 8.000 casas se vieron rodeadas por el agua, con tanta abundancia que de ninguna se podía salir como no fuera en barca, porque la altura de la inundación superaba el metro y medio.

Resulta difícil describir lo que esa noche pasó en Sevilla. Sonaba el viento furiosamente; las campanas de las parroquias tocaban llamando a socorro o plegaria, y redoblando el viento los alaridos de tanta gente que padecía en la oscuridad y tristeza de la noche; todo junto formaba un espantoso y confuso sonido que parecía un aviso de que se aproximaba el juicio final.


Se inundó también el prado de Santa Justa y juntándose el desbordado río con el arroyo Tagarete, anegó toda la parroquia de San Roque, el convento de San Agustín, el barrio de la Calzada y la parroquia de San Bernardo, donde había más de 600 casas. También dejó anegado los campos de Tablada.

Por la otra banda del río quedó Triana completamente inundada y llegó el agua hasta el altar mayor de la iglesia de Santa Ana, y se anegaron muchas huertas, casas de recreo, quintas, heredades y cortijos.

Fue terrible la confusión que hubo el día 25 de enero. Salieron las mojas de su clausura y andaban grupos de gentes por la parte de la Ciudad que quedó sin anegar, buscando los padres a los hijos, las mujeres a sus maridos y familiares, que con la turbación y tinieblas no vieron.

Como el vendaval llegó de manera tan repentina y tantas tahonas y hornos se anegaron de improviso, no se había previsto amasar pan en abundancia, llegando a costar la hogaza de pan una cifra muy importante y, lo que era peor, resultaba muy difícil encontrar quien la vendiera.

Con la continuidad de tanta agua, se derrumbaron más de 600 casas, pereciendo muchas personas. Arrastró el río la mayor parte de las mercaderías de las Indias que se hallaba tendida en el Arenal, desde la Torre del Oro hasta la puerta de Triana: palos del Brasil, corambres (cueros, pellejos), cajones de añil y azúcar, tablas de Flandes, maderas de todas clases...

El río, en su imparable ímpetu, se llevó por delante almacenes de aceite, las bodegas de vino de Triana y de su Vega, y ahogó a un ganado numeroso, lo mismo mayor que menor.

Se vieron casos muy lastimosos y extraordinarios. Parieron dos mujeres en la Catedral y otras dos en un colegio de frailes, donde se habían refugiado con otras tantas personas. Se pescaron anguilas y albures en algunas calles; se vieron los ratones y los gatos juntos en las azoteas y tejados, sin molestarse los unos a los otros; se arrojaban las señoras y doncellas a las barcas desde las ventanas y tejados.


Los navíos que se hallaban en la ribera del Guadalquivir vararon lejos de tierra, dos de ellos quedaron en seco en San Telmo; uno en los Remedios; dos en el puerto camaronero y uno en el Prado de San Sebastián, junto a la horca de la Inquisición.

Eran muchos los que echaban maldiciones al Asistente y a los Caballeros Veinticuatros, pareciéndoles que eran los responsables de tanto mal por haberse descuidado y no haber puesto remedio a tiempo.

Muchas familias habían quedado desamparadas y sin casa, y cada día salían, sin rumbo fijo, vecinos de Sevilla a otras partes en busca de un lugar donde pudieran rehacer sus destrozadas vidas y haciendas. Hubo quien apreció tan terrible daño en más de cinco millones de ducados. Pero lo más lamentable fue que, en medio de esta tragedia, muchas personas perdieron sus vidas.

Juan Luis Contreras