Tomemos
el tranvía para desplazarnos a San Jacinto. Como estamos al sitio de la puerta
Carmona lo mismo nos da subir a la línea 1 que a la 2, pues ambas recorren la
circunvalación en sentido contrario una de la otra. Y ambas nos dejan en la
Plaza Nueva, desde entonces, tras llegar a la Puerta de Triana por la calle
Zaragoza, enfilando la de Reyes Católicos, atravesaremos el puente. Pero he
aquí que al llegar al Altozano nos sorprenden diversos balcones engalanados y
colgados de colchas y mantones bordados. También los de las calles San Jorge y
Pureza, pero no los de la calle San Jacinto.
Una riada de trianeros fluía desde
Callao hasta Pureza. Iban como ilusionados y presurosos sin disimular su alegría. Nos dirigimos hacia
la vieja calle Larga y al doblar el ángulo que forma entre Fabié y Rocío,
descubrimos a lo lejos cruz de guía, faroles y ciriales entre una abigarrada
muchedumbre. La Hermandad del Patrocinio trasladaba procesionalmente sus
amantísimas imágenes titulares desde la parroquia de Santa Ana, donde habían
recibido los cultos que prescriben sus Reglas, hasta su capilla propia del
Patrocinio, sita allá en un descampado próximo al final de la calle Castilla.
Era el sábado 8 de marzo, alrededor de las diez de la noche. Acompañamos a la
impresionante imagen del Cristo del Cachorro, que expiraba acostado sobre la
cruz que portaban los hermanos sobre sus hombros, como todo un Dios sobre su
lecho de muerte de Hombre. Y a esa niña inocente, purísima, virginal, más
celestial que terrenal, que era la antigua Señora del Patrocinio. La
acompañamos hasta el Callejón de la Inquisición. De allí nos volvimos, porque
toda Castilla era un denso mar humano. Y cerrada ya, por lo avanzado de la
noche, la iglesia de San Jacinto, renunciamos ver a la Esperanza y, tras cruzar
el puente, de regreso, seguimos por la orilla del río.
Pese a que, marzo
todavía, hacía fresco y caía húmedo relente, no deambulábamos solos. Que
siempre el sevillano ha gustado de pasear a la orilla de su río –cuando no se
desmadraba e irrumpía de súbito en las casas bajas– , desde que Lope de Vega
citara el Arenal como una maravilla, hasta la Sevilla romántica, peripatética
entre el palacio de los Montpensier, la torre del Oro, los jardines de la
Caridad, la Plaza de los Toros de Carmen la cigarrera y campo de Marte hasta la
Barqueta. En los nuevos Jardines de Cristina, junto al fastuoso Hotel Alfonso
XIII, hace no más que unos meses inaugurado, nos detuvimos a escuchar la recién
fundada Banda Municipal de Sevilla, cuyo primer director era el maestro Font
Fernández de la Herrán, y su hijo, Manuel Font de Anta, andaba afanado en
componer un poema sinfónico que quería titular “Amarguras”.
Todavía
no se había descubierto el pregonar la Semana Santa desde el Teatro San
Fernando, pero no por ello el Domingo de Pasión, previo al de Ramos, dejaba de
ser señaladísima fecha sevillana.
Julio Martínez Velasco
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