En el año 1.595 ocurrió en Sevilla un
grave suceso que dibuja con vivos colores lo que era y como se entendía en
aquellos tiempos el orden público, que ni aún las personas constituidas en
mayor autoridad respetaban y mucho menos garantizaban.
El suceso acaecido no fue, ciertamente,
el único en su género, antes bien se reproducía con cierta frecuencia y podemos
hacernos una ligera idea de lo que eran algunas de las costumbres públicas en
aquella época.
El lunes 25 de diciembre estaban ancladas
en el río Guadalquivir once galeras españolas. Como venía siendo antigua
costumbre, se hallaban muchas tablas de juego de azar por toda la zona del
Arenal y enfrente, por la orilla opuesta, en el barrio de Triana.
Ocurrió que en una de estas tablas que
estaba situada al pie de un árbol, en la orilla de Triana, se movió una fuerte
pendencia por el juego. Acertó a pasar por allí un alguacil y quiso llevarse
preso a uno de los contendientes. Se pusieron algunos de los soldados de las
galeras de parte del preso, y otras personas, que por allí estaban, a favor del
alguacil.
El pleito pasó a mayores y se armó una
trifulca en la que hubo muchas cuchilladas, llevándose la peor parte el
alguacil y sus defensores, que hubieron de soltar al preso y, a toda prisa,
refugiarse en el Castillo de Triana, entre el griterío y las piedras que le
lanzaban los marineros y soldados de las galeras.
Al día siguiente, el soldado al que
quisieron poner preso, tomó su arcabuz al hombro y entró como si no hubiese
ocurrido nada en Sevilla. Al ser reconocido quisieron prenderlo de nuevo; se
resistió el marinero y disparó su arcabuz, no llegando herir a nadie. Cargaron
sobre él tantos alguaciles y hombres de justicia que no le fue posible huir.
Entre todos lo fueron cercando tan
estrechamente, que al final cayó en el suelo abrumado por la superioridad de
sus captores. Allí le molieron a palos y alabardazos, pero no conseguían
quitarle la espada de la mano por más que le daban en ella con las dagas. Al
final fue prendido, amarrado y conducido a la Cárcel Real.
Llegó la noticia a las galeras; saltaron
a tierra numerosos soldados y se fueron en tropel, espada en mano, hasta la
plaza de San Francisco, a las puertas del Ayuntamiento, donde no quedó alguacil,
ni portero, ni escribano, ni corchete, ni hombre, ni mujer, que no huyese
despavorido, siendo no pocos los maltratados por aquella desenfrenada y
descontrolada soldadesca. Todos los ciudadanos de los alrededores estaban muy
atemorizados y se refugiaban dónde podían.
Informado de los graves alborotos que se
estaban produciendo en la Ciudad, intervino el general de las galeras, calmando
primero a sus subordinados y conferenciando con el Asistente, don Diego
Carrillo Mendoza y Pimentel, conde de Priego, significándole que si no ponía en
libertad al soldado preso, sus compañeros harían algún desatino en la Ciudad y
no ofrecía garantías de que pudiese evitarlo. Prometió el conde de Priego
soltarlo, con la condición de que los soldados se retirasen inmediatamente a
las galeras, y el general, satisfecho, dio orden de que desalojasen la Ciudad y
que ninguno osase entrar en ella aquel día.
Una vez que salieron los soldados
amotinados, el conde mandó cerrar las puertas de las murallas y patrullar por
las calles. Aquella misma noche, a la una de la madrugada, sin juicio previo,
mandó ahorcar al soldado, causa del alboroto, en la reja de la cárcel, y allí
amaneció colgando de la soga.
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