Muchas familias habían quedado desamparadas y sin
casa, y cada día salían, sin rumbo fijo, vecinos de Sevilla a otras partes en
busca de un lugar donde pudieran rehacer sus destrozadas vidas y haciendas.
No debieron estar bien tapados los husillos por donde desaguaba la
Ciudad, ni bien calafeteadas las puertas de las murallas, cuando a medianoche
del mismo sábado, creciendo soberbiamente el río acometió a las murallas y
puertas, rompiendo la del Arenal y entrando el agua con gran ímpetu en la
Ciudad, y sin dar tiempo a que nadie, o muy poca gente, se pusiera a salvo,
anegó desde la puerta de Jerez hasta la de la Macarena.
Más de 8.000 casas se vieron rodeadas por el agua, con tanta
abundancia que de ninguna se podía salir como no fuera en barca, porque la
altura de la inundación superaba el metro y medio.
Resulta difícil describir lo que esa noche pasó en Sevilla. Sonaba
el viento furiosamente; las campanas de las parroquias tocaban llamando a
socorro o plegaria, y redoblando el viento los alaridos de tanta gente que
padecía en la oscuridad y tristeza de la noche; todo junto formaba un espantoso
y confuso sonido que parecía un aviso de que se aproximaba el juicio final.
Acometió también el río por la parte de San
Jerónimo, anegando por completo el Hospital de las Cinco Llagas, anegó y
derribó muchas casas fuera de la puerta de la Macarena, por la cual no llegó a
entrar, pero inundó las parroquias de San Julián, Santa Lucía y la calle Sol,
en que dejara aisladas otras 2.000 casas.
Se inundó también el prado de Santa Justa y juntándose el
desbordado río con el arroyo Tagarete, anegó toda la parroquia de San Roque, el
convento de San Agustín, el barrio de la Calzada y la parroquia de San
Bernardo, donde había más de 600 casas. También dejó anegado los campos de
Tablada.
Por la otra banda del río quedó Triana completamente inundada y
llegó el agua hasta el altar mayor de la iglesia de Santa Ana, y se anegaron
muchas huertas, casas de recreo, quintas, heredades y cortijos.
Fue terrible la confusión que hubo el día 25 de enero. Salieron
las mojas de su clausura y andaban grupos de gentes por la parte de la Ciudad
que quedó sin anegar, buscando los padres a los hijos, las mujeres a sus
maridos y familiares, que con la turbación y tinieblas no vieron.
Como el vendaval llegó de manera tan repentina y tantas tahonas y
hornos se anegaron de improviso, no se había previsto amasar pan en abundancia,
llegando
a costar la hogaza de pan una
cifra muy importante y, lo que era peor, resultaba muy difícil encontrar quien
la vendiera.
Con la continuidad de tanta agua, se derrumbaron más de 600 casas,
pereciendo muchas personas. Arrastró el río la mayor parte de las mercaderías
de las Indias que se hallaba tendida en el Arenal, desde la Torre del Oro hasta
la puerta de Triana: palos del Brasil, corambres (cueros, pellejos), cajones de
añil y azúcar, tablas de Flandes, maderas de todas clases...
El río, en su imparable ímpetu, se llevó por delante almacenes de
aceite, las bodegas de vino de Triana y de su Vega, y ahogó a un ganado
numeroso, lo mismo mayor que menor.
Se vieron casos muy lastimosos y extraordinarios. Parieron dos
mujeres en la Catedral y otras dos en un colegio de frailes, donde se habían
refugiado con otras tantas personas. Se pescaron anguilas y albures en algunas
calles; se vieron los ratones y los gatos juntos en las azoteas y tejados, sin
molestarse los unos a los otros; se arrojaban las señoras y doncellas a las
barcas desde las ventanas y tejados.
Dos niños que trataron de coger unas naranjas
que arrastraba el río por la parte de los Humeros, perecieron ahogados.
Los navíos que se hallaban en la ribera del
Guadalquivir vararon lejos de tierra, dos de ellos quedaron en seco en San
Telmo; uno en los Remedios; dos en el puerto camaronero y uno en el Prado de
San Sebastián, junto a la horca de la Inquisición.
Eran muchos los que echaban maldiciones al
Asistente y a los Caballeros Veinticuatros, pareciéndoles que eran los
responsables de tanto mal por haberse descuidado y no haber puesto remedio a
tiempo.
Muchas familias habían quedado desamparadas y sin
casa, y cada día salían, sin rumbo fijo, vecinos de Sevilla a otras partes en
busca de un lugar donde pudieran rehacer sus destrozadas vidas y haciendas.
Hubo quien apreció tan terrible daño en más de cinco millones de ducados. Pero
lo más lamentable fue que, en medio de esta tragedia, muchas personas perdieron
sus vidas.
Juan Luis Contreras