En el otoño del año 844 los vikingos arribaron hasta Sevilla. La matanza y el saqueo duraron siete días.
Juan L. Contreras |
Los vikingos era un pueblo guerrero
originario de Escandinavia. La palabra Vik significa “hombres del mar” u “hombres
del norte”. Los varones eran de una estatura media de 1,70 metros (muy altos
para aquella época), piel blanca y ojos claros, predominando los de pelo
castaño o rubio. Ellas medían en torno a 1,60, eran fuertes, de robusta
complexión, teniendo un poder y ascendiente sobre los hombres difícil de comprender
en otras culturas.
Además de estar bien preparados para la
lucha, eran artesanos, campesinos, expertos ganaderos y apicultores. Los
fabricantes de barcos eran muy respetados por motivos evidentes, lo mismo que
los herreros, oficio tan digno entre ellos que podía ejercerlo un caudillo
distinguido sin menoscabo alguno.
La primera noticia sobre los vikingos aparece
en Europa tras el saqueo que realizaron en el monasterio de Lindisfarne, en
Inglaterra, en junio del año 793, ya que anteriormente prácticamente no
se tenía conocimiento de ellos. Los moradores del monasterio fueron casi todos
muertos y algunos tomados como esclavos.
A partir de ese momento las apariciones de
los hombres del norte se fueron haciendo más frecuentes, comenzando a recorrer,
atacar y saquear amplias regiones de la Europa atlántica, ocupando
amplias zonas de Inglaterra, Irlanda y Francia, donde el rey galo Carlos III,
apodado el Simple (879 – 929), entregó el feudo de Normandía al caudillo
vikingo Rollon a fin de que mantuviese alejados de sus costas a otros grupos de
la misma etnia.
Sus primeras incursiones en la península
Ibérica debieron producirse a principios del año 844, asaltando varios lugares
de las costas de Cantabria, Asturias y Galicia, para ellos Jakobsland (Tierra
de Santiago). Después de algunos incendios y saqueos, acabaron siendo repelidos
por el rey Ramiro I (c. 790 – 850).
Desde aquí se lanzaron en sus
embarcaciones hacia Lisboa, a donde llegaron el día 20 de agosto del año 844, con 54 naves de
grandes dimensiones y 26 más ligeras. El gobernador Ibn Hazm luchó contra
ellos, logrando rechazarlos después de varios días de encarnizados combates.
Apenas solventado el peligro, Ibn Hazm envió un emisario al Emir independiente
de Córdoba, Abderramán II, informándole de lo sucedido y advirtiendo de la
próxima aparición de “las bestias del norte”.
Pasados 14 días, a finales de septiembre,
los vikingos ya se habían apoderado de la Isla Menor en Cádiz, asolaron las costas
de la Cora de Sidonia y remontaban el Guadalquivir dispuestos a saquear y
destruir Sevilla. Cuatro de las naves se separaron de la flota principal, para
inspeccionar el territorio hasta la población de Coria del Río, donde
desembarcaron, saquearon, tomaron el castillo y dieron muerte a todos sus habitantes
para evitar que dieran la voz de alarma. El camino hacia su objetivo se hallaba
despejado.
Apenas transcurridos tres días desde su
desembarco en Coria del Río, los vikingos decidieron remontar el Guadalquivir hacia
Sevilla, conocedores de las riquezas que albergaba la ciudad.
Para entonces los habitantes de Sevilla
se disponían para su defensa, pero no había un caudillo militar definido que guiase a
los pocos efectivos de la guarnición militar, pues el wal (gobernador) de la
ciudad les había abandonado a su suerte, huyendo a Carmona, lo que después el
Emir se lo tendría en cuenta ordenando su ajusticiamiento. Los musulmanes
sevillanos se hallaban a merced de un peligroso enemigo.
Conocedores de esta deserción y de la
escasa preparación militar de quienes se habían quedado a resistir el ataque, pues
otros habían huido ocultándose en los montes, los vikingos marcharon con sus
naves hasta llegar a los arrabales de la ciudad.
Aprovechando su ventaja estratégica, los
hombres del norte dispararon sucesivas tandas de flechas desde sus naves contra
los sevillanos, hasta romper su cohesión y provocando el mayor desconcierto y
el pánico. Conseguido su propósito, desembarcaron para luchar cuerpo a cuerpo
con ellos, convencidos de la victoria.
La matanza y el saqueo duraron siete
días. Una trágica semana en la que los más fuerte huyeron, escapando cada uno por
su lado, y los más débiles cayeron en las afiladas garras de los vikingos. Mujeres,
niños y ancianos fueron pasados a cuchillo y violados. A algunos se les perdonó
la vida a cambio de la esclavitud.
Cargados con el suculento botín y los
prisioneros, regresaron a sus naves para volver al seguro campamento de la Isla
Menor de Cádiz.
No satisfechos, volvieron a aparecer por
Sevilla, encontrando a unos cuantos viejos desvalidos refugiados en una mezquita
para rezar por los suyos. De nada sirvieron sus oraciones y súplicas, y todos
fueron masacrados. Desde entonces se la conoció como la “Mezquita de los
Mártires”.
Durante dos meses camparon a su antojo
los vikingos, desolando y sembrando el pánico, hasta que en el mes de noviembre
Abderramán II consiguió movilizar en Córdoba un ejército suficientemente
fuerte, como para hacerles frente. Parte de esta tropa, al mando de Ibn Rustum
y otros generales, pronto alcanzó la comarca del Aljarafe sevillano, donde en
hostigamiento conjunto de la infantería y la caballería, consiguieron
desconcertar plenamente al enemigo.
Mientras algunos de los soldados
provocaban con sus escaramuzas a los vikingos en los alrededores de la ciudad,
el grueso del ejército del Emir esperaba emboscado a que aquellos atrajeran a
los invasores a un lugar llamado Tablada, al sur de Sevilla. Confiados en superioridad numérica y como bravos guerreros, los vikingos mordieron el
anzuelo y descendieron por el río en persecución de aquel puñado de hombres que
habían osado provocarles.
Al llegar a la aldea de Tejada
desembarcaron. Atrapados entre dos fuegos, los vikingos solamente pudieron luchar por
sus vidas contra hombres que buscaban venganza por la sangre de los suyos. Aquella derrota fue la más humillante de
las que habían recibido los vikingos en toda Europa. Sobre el campo de batalla
quedaron más de mil cadáveres de vikingos y cerca de 400 fueron capturados.
Mientras que algunos consiguieron huir hacia sus naves, abandonando más de
treinta en su huida, los capturados fueron decapitados por orden de Ibn Ristum.
Poco después de este episodio las
murallas de Sevilla fueron reforzadas y fortificadas, y se repararon los daños
causados por los vikingos en las mezquitas, baños y casas.
Los hombres del norte que consiguieron
salvar sus vidas huyendo por tierra hacia Carmona y Morón, fueron arrinconados por
Ibn Rustum, quien les forzó a rendirse y consiguió su conversión al Islam a
cambio de respetar sus vidas.
Se asentaron en el valle del
Guadalquivir, donde se especializaron en la cría de ganado y en la producción de leche y sus
derivados. También se dedicaron a la fabricación de quesos adquiriendo mucha
fama en aquellos tiempos, y durante muchos años suministraron a Sevilla y
Córdoba.
En el año 859 una nueva incursión vikinga
llegó hasta Sevilla, que terminó con el incendio de la mezquita de Ibn ‘Addabâs,
actual iglesia del Salvador. La respuesta no se hizo esperar por parte del Emir
de Córdoba que los rechazó con dureza.
Las costas de Al Andalus se poblaron de
atalayas y fortalezas para vigilar el mar, y se construyó una flota de guerra
capaz de frenar aquella amenaza.